Concepción, Agencia IP.- Después de la piedra, la memoria y el calor, el viaje necesitaba agua. Tagatiyá apareció en el mapa como un punto verde y luminoso dentro del predio de la estancia Ña Blanca, a unos 85 kilómetros de Vallemí, pero el trayecto hasta allí también formó parte de la historia. El norte no se deja recorrer sin pruebas: hay que atravesarlo con paciencia, aceptar sus tiempos y sus sobresaltos.
Mientras el bus avanzaba por el asfalto y el calor se filtraba incluso con las ventanillas abiertas, el cansancio me venció durante unos minutos. Dormitaba con la cabeza apoyada cuando un golpe seco me despertó. El estallido fue inmediato: la cámara de aire de una de las ruedas había reventado al caer en un bache. El vehículo se detuvo y, casi sin necesidad de instrucciones, todos nos movimos al lado contrario para equilibrarlo. El sol caía sin tregua, el aire parecía detenido y, por un instante, el viaje quedó suspendido en medio de la ruta, como si el territorio nos recordara que el destino es el camino.
El aire tenía un olor limpio y profundo, a arroyo recién despierto, a bosque húmedo, a tierra que respira. Foto: Cortesía.
Una hora y media después de salir de Vallemí, el paisaje empezó a transformarse. La tierra blanca dio paso a un verde más espeso y, de pronto, un modesto cartel anunció la llegada. El arroyo corre sereno, con aguas cristalinas y transparentes que dejan ver el fondo pedregoso, como si no tuviera nada que ocultar.
El contraste fue inmediato. Después del liberador encierro de la Santa Caverna y de la solemnidad histórica de Kamba Hopo, Tagatiyá ofrecía otra forma de silencio: uno más liviano. El calor seguía ahí, pero ya no pesaba. El cuerpo entendió de inmediato que ese era el descanso que esperaba.
Bajo la superficie, pequeños peces se deslizaban a simple vista entre las sombras claras de las piedras. Foto: Cortesía.
Me dejé llevar por el agua, boca arriba, mirando el cielo abierto, y sentí que los contrastes finalmente se encontraban: movimiento y quietud, viaje y pausa, calor y frescura. Bajo la superficie, pequeños peces se deslizaban a simple vista entre las sombras claras de las piedras, recordando que en este lugar la vida no se esconde: convive.
El aire tenía un olor limpio y profundo, a arroyo recién despierto, a bosque húmedo, a tierra que respira. Pensé entonces en Heráclito y su idea de que nadie se baña dos veces en el mismo río: no solo porque el agua corre, sino porque uno tampoco es el mismo después de bañarse en ella. Allí, flotando, esa frase dejó de ser teoría.
Recién cuando el cuerpo se entregó por completo al agua comprendí el color imposible del Tagatiyá, entre el verde esmeralda y el turquesa. No era un truco de la luz: debajo corría la piedra. El arroyo avanza sobre un lecho de roca caliza, carbonatada y antigua, que filtra el agua, la limpia y la vuelve transparente. Desde allí se ve el fondo con una claridad casi pedagógica: piedras claras, peces en movimiento, la vida fluyendo sin prisa.
El Tagatiyá nace en la Serranía de San Luis, alimentado por afluentes que descienden de los bosques del norte de Concepción. Se divide en brazos: el Tagatiyá Guazú y el Tagatiya’i, y se reúne antes de desembocar en el río Paraguay. Rodeado de helechos, tacuarales y árboles nativos, no sorprende que muchos lo llamen el «Bonito paraguayo»: no como comparación, sino como afirmación de que aquí también la belleza se explica desde la geología y se siente desde el cuerpo. Merleau-Ponty decía que no habitamos un paisaje: somos parte de él mientras lo percibimos. En Tagatiyá, esa idea se vuelve tangible.
Rodeado de helechos, tacuarales y árboles nativos, no sorprende que muchos lo llamen el «Bonito paraguayo». Imagen: Cortesía.
Más tarde, ya en tierra firme, compartimos un almuerzo sencillo y memorable: tallarines calientes con queso Paraguay rallado, una innovación feliz frente a lo industrial , tan local como auténtica; sopa paraguaya y jugos naturales de acerola y limonada.
Tagatiyá fue el cierre perfecto del recorrido. Luego, partimos a la ciudad. El camino de regreso fue silencioso, como un acuerdo tácito de que nadie rompiera la delicadeza de lo vivido. El asfalto reapareció, las casas, las luces, las rutinas. Y, sin embargo, todo se sentía ligeramente irreal. Como si ese fin de semana en el norte, entre cavernas, peñones y aguas transparentes, hubiera sido uno de esos sueños que no se disuelven al despertar.
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